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-La disputada piedra de Rosetta

15 de Enero de 2014

La piedra de Rosetta es la pieza más visitada del Museo Británico. El motivo no es su belleza, ni su monumentalidad, pues no deja de ser el fragmento de una estela con un decreto grabado en ella. Su celebridad se debe a que fue la llave que abrió la puerta del desciframiento de la escritura jeroglífica egipcia. El descubridor del bloque, un teniente del ejército de Napoleón en Egipto, fue el primero en darse cuenta de que sus inscripciones estaban grabadas en tres tipos de escritura diferentes y dedujo que se trataba de otras tantas versiones del mismo texto. Como una de ellas estaba en griego, los eruditos concluyeron que podría ser la clave para entender por fin los jeroglíficos, cuyo significado se había perdido en el siglo IV. El francés Jean François Champollion consiguió desentrañar el secreto de aquella escritura olvidada. Sin embargo, tuvo que hacerlo a partir del estudio de una copia. A causa de los vaivenes de la guerra, la piedra original, que estaba destinada a ser exhibida en París, acabó en Londres.

La carrera académica por descifrar los jeroglíficos a través de la piedra de Rosetta fue apasionante, pero no menos que la historia del hallazgo y traslado a Inglaterra de la misma. La pieza, un bloque irregular de granodiorita de 762 kilos, de 112,3 centímetros de altura, 75,7 de anchura y 28,4 de grosor, no apareció en una excavación formal, ni siquiera para los parámetros rudimentarios de la búsqueda de antigüedades de la época. El descubrimiento se produjo durante el final de la campaña de Egipto y Siria llevada a cabo por Napoleón Bonaparte, en la que las tropas francesas se enfrentaron a las británicas y sus aliados turcos. El hallazgo tuvo lugar en las obras de refuerzo del fuerte de Saint Julien, cerca de la ciudad de Rashid (renombrada como Rosetta por los franceses), un puerto situado en el Delta del Nilo, 65 kilómetros al Este de Alejandría.

La piedra de Rosetta apareció a mediados de julio de 1799. El fuerte de Saint Julien era una construcción vetusta de origen medieval.Los franceses se apresuraron a reforzar sus muros. La pieza salió a la luz cuando los soldados estaban demoliendo una pared para poder ampliar las murallas del fortín. El descubridor fue un teniente del cuerpo de ingenieros, Pierre François Xavier Bouchard (1771-1832), del que en ocasiones se dice por error que alcanzó el rango de general, probablemente por una confusión con el general revolucionario André Joseph Broussart.

Bouchard, el ingeniero, llegó a comandante, pero cuando tropezó con el bloque era un teniente que estaba dirigiendo las obras de cimentación de una nueva muralla. Lo del traspié no es una forma de hablar, porque una de las versiones de la historia relata que el oficial trastabilló con una esquina de la piedra. Otra cuenta que la descubrió cuando su pico dio con ella y la más probable dice que los hombres a su cargo la encontraron en el muro que estaban echando abajo. El fragmento no apareció en su ubicación original. La pieza completa había sido un decreto promulgado en Menfis por el faraón Ptolomeo V en 196 aC y en su día debió de levantarse, unida a un muro, en el interior de un templo situado posiblemente en Sais. Como tantos otros, el bloque fue reutilizado como si fuera una piedra labrada cualquiera, como material de construcción. Se ignora cuándo ocurrió esto, pero el célebre egiptólogo Ernest A. Wallis Budge apuntó que pudo ser durante la construcción de fortificaciones en Alejandría y Rashid ordenada por el califa Al-Ashraf Kansuh Al-Ghuri, entre 1501 y 1516 (E. A. Wallis Budge, The Rosetta Stone in the British Museum, 1929, reeditado en 1989 por Dover ed.). Así, convertida en un sillar más de los cimientos de un muro, la estela, o lo que quedaba de ella, llegó hasta finales del siglo XVIII.

De la filosofía a los globos aerostáticos

Descubierta por sus hombres, de una patada o a golpe de pico, el caso es que la piedra llamó la atención de Bouchard. El teniente era un hombre culto y curioso. Había empezado su carrera militar en 1793, en un batallón de granaderos acuartelado en París en el que alcanzó el rango de sargento mayor. Pero sus inclinaciones científicas hicieron que sus superiores se fijaran en él. Tenía estudios de matemáticas y filosofía, entre otras materias, pero además se había introducido en un campo por el que los militares mostraban mucho interés: los vuelos en globo. Bouchard fue destinado a la Escuela Nacional de Aerostática, de la que acabó siendo subdirector y en la que impartió clases de matemáticas, ya con el rango de teniente. La explosión de un laboratorio en el que se experimentaba un proceso para producir hidrógeno estuvo a punto de matarle. Lejos de acabar con su carrera el accidente animó a Bouchard, que decidió perfeccionar sus conocimientos.Ingresó en la Escuela Politécnica, donde estudió geometría descriptiva y acabó especializándose en la construcción de fortificaciones. Cuando todavía no había acabado sus estudios, fue movilizado para unirse a la expedición a Egipto en abril de 1798.

Bouchard tenía la preparación suficiente como para reconocer el valor de un objeto como aquel gran trozo de estela. Supuso correctamente que se trataba del fragmento de una pieza mayor y observó que incluía tres textos inscritos en otras tantas escrituras, jeroglífica, otra que no acertó a identificar y griega. Era el primer documento plurilingüe antiguo descubierto en Egipto hasta entonces. Bouchard comunicó el hallazgo al general Jacques-François Menou (1750-1810), un personaje notable. Diputado de la nobleza en los Estados Generales en 1789, se había unido a la Revolución y presidió la Asamblea constituyente en 1790. Después de haber sido juzgado por traición y absuelto en 1798, encabezó una de las cinco divisiones del Ejército de Oriente durante la campaña en Egipto, país en el que contrajo matrimonio con una musulmana de familia muy adinerada y donde se convirtió al islam, adoptando el nombre Abdallah. Tenía muy mal genio, no era muy querido por sus soldados y estaba enemistado con los demás altos mandos. Tampoco tuvo una buena relación con los estudiosos que acompañaban a la expedición, la famosa Comisión de las Ciencias y de las Artes de Oriente, formada por entre 154 y 167 eruditos y científicos cuya misión era estudiar el país y su antigua civilización.

Menou hizo trasladar la estela a su tienda, donde mandó que la limpiaran. También ordenó que se buscaran otros fragmentos en el lugar del hallazgo, cosa que se hizo sin éxito. El ingeniero Michel Ange Lancret comunicó el descubrimiento por carta al Instituto de Egipto, la academia fundada por Napoleón en 1798, donde se gestionaban los estudios de la comisión de sabios y de cuya sección de matemáticas formaba parte el propio Bonaparte. Escoltada por Bouchard, la piedra llegó a El Cairo, donde pudieron inspeccionarla los expertos del Instituto y el mismo Napoleón.

El Courrier de l Égypte, periódico de propaganda distribuido entre los expedicionarios franceses, recogió el descubrimiento en su número 37 (septiembre de 1799, un mes después de que Napoleón abandonara el país) y adelantó la importancia de la pieza: “Esta piedra es de gran interés para el estudio de los jeroglíficos, para el que podría ser la clave”. El orientalista Jean-Joseph Marcel concluyó que el texto central estaba inscrito en demótico, no en siríaco como se supuso en un principio. Los expertos propusieron realizar reproducciones que facilitaran el acceso de los textos al mayor número posible de especialistas, con el fin de facilitar su estudio. El propio Marcel, que también era impresor, sugirió usar la propia superficie de la piedra como plancha: la idea era cubrir la cara de la estela con tinta, dejando limpios los huecos de los caracteres incisos, y pasar rodillos de papel por encima. Con este método se obtuvieron las primeras copias, con los textos blancos sobre fondo negro, el 24 de enero de 1800. Estas reproducciones, junto a otras con los colores inversos -texto negro sobre blanco-, estuvieron a disposición de los académicos parisinos en otoño de ese mismo año.

Pero la guerra seguía su curso y éste acabó volviéndose contra el ejército francés, a las órdenes de Menou desde el asesinato del general Kléber en junio de 1800. Los miembros del Instituto abandonaron El Cairo con los militares, camino de Alejandría, llevándose la piedra con ellos en abril de 1801. La preciada estela fue depositada en casa del general Menou. Los relatos sobre lo que sucedió a partir de este momento no coinciden. El más citado, lo que no quiere decir que sea el más fiable, lo escribió el entonces coronel y después general de división Sir Tomkyns Hilgrove Turner (1766-1843). Es una carta enviada al secretario de la Sociedad de Anticuarios de Londres que fue publicada como artículo en la revista Archaeologia en 1812 (volumen XVI, p. 212), aunque está firmada el 30 de mayo de 1810. E. A. Wallis Budge la usa como base de su relato sobre los avatares de la pieza y Glyn Daniel la cita íntegramente en su clásica Historia de la arqueología (de la que existe una edición en castellano publicada por Alianza en 1981).

Famosa “en el mundo conocido”

Turner comienza su relato reflejando la sensación causada por la estela entre los expertos y curiosos: “Habiendo acaparado la piedra de Rosetta la atención del mundo conocido, y de esta sociedad en particular, me ofrezco para entregarles, a través de usted, un relato de la forma en que entró en posesión del ejército inglés y de los medio por los que fue trasladada a este país, presumiendo que será aceptada en él”. Después, menciona el acuerdo entre los ejércitos enemigos que permitió que la pieza pasara a manos británicas tras la rendición de los franceses: “Por el artículo 16 de la capitulación de Alejandría, ciudad en la que acabaron las tareas del ejército inglés en Egipto, todas las curiosidades naturales o artificiales, recogidas por el Instituto Francés y otros debían ser entregadas a los vencedores”.

El artículo al que se refiere Turner formaba parte de las condiciones propuestas por Menou el 30 de agosto de 1801 para aceptar rendirse. El general John Hely-Hutchinson y el almirante George Keith aprobaron, rechazaron o enmendaron cada punto y el general francés tuvo que firmar muy disgustado el resultado final el 31 de agosto. En la propuesta de Menou el artículo 16 indicaba: “Los individuos que componen el Instituto de Egipto y la Comisión de artes deberán llevar consigo todos los papeles, planos, memorias, colecciones de historia natural y todos los monumentos de arte y de la antigüedad recogidos por ellos en Egipto”. Pero los altos mandos británicos estaban al corriente del gran valor de muchos de los objetos que los franceses atesoraban, por lo que emnendaron el artículo. Quedó así: “Los miembros del Instituto pueden llevarse todos los instrumentos de artes y ciencias que han traído de Francia, pero los manuscritos árabes, las estatuas y otras colecciones que han completado para la República Francesa serán considerados como propiedad pública, y estarán sujetos a la disposición de los generales del ejército combinado”. Menou y los sabios franceses intentaron renegociar este punto por separado.

Menou intentó defender los intereses de los científicos, pero sobre todo los suyos propios. Por su parte los sabios galos formaron una delegación para defender su posición ante los británicos. El grupo se presentó ante el diplomático y anticuario William R. Hamilton, uno de los encargados de valorar los bienes en disputa. Uno de estos expertos, el naturalista Geoffroy Saint-Hilaire, llegó a amenazar con destruirlo todo: “Quemaremos nuestros tesoros nosotros mismos. Después podrán disponer de nuestras personas como gusten”. El tira y afloja por las antigüedades se alargó durante la primera mitad de septiembre.
Uno de los participantes en las negociaciones por el lado británico, el reverendo y naturalista Edward Daniel Clarke, recordaría que Menou se mostró iracundo y sus gritos de protesta se llegaron a oír desde el exterior de la tienda en la que se llevaban a cabo las conversaciones. “¡Jamás se ha visto en el mundo un pillaje así!”, aulló el militar francés, “lo que nos divirtió sobremanera, viniendo de un líder del saqueo y la devastación”, según Clarke.

Los mandos británicos cedieron parcialmente y permitieron que los expertos pudieran llevarse las colecciones de historia natural y todos los objetos que se consideraran de propiedad privada, después de inspeccionar cada lote particular. Consciente del valor de la piedra de Rosetta y a espaldas de sus compatriotas científicos, a los que desdeñaba, Menou trató de escamotear la pieza de algún modo, intentando convencer a Hutchinson de que formaba parte de su propia colección. Pero Hutchinson, también conocedor de la importancia de la “tabla invaluable”, no cedió. Como narra Turner, “el general francés Menou se negó a dar facilidades”, pero “tuvo que consentir lo mismo que los otros propietarios”.

Por fin, se acordó el traspaso de los objetos. “En consecuencia -recuerda Turner en su carta-, recibí del vicesecretario del Instituto, Le Pére, ya que el secretario Fourier estaba enfermo, una comunicación con la lista de las antigüedades y los nombres de los que reclamaban cada escultura”. El militar inglés detalla las condiciones en las que la estela estaba depositada desde que llegó desde El Cairo, cuando había sido “llevada cuidadosamente a la casa del general Menou en esta última ciudad, cubierta con un tejido de algodón blando y con una doble manta. Y así estaba cuando yo la vi”.

“Dispararon sobre ella”

Por muy formales que fueran las negociaciones entre los generales de los ejércitos enfrentados, el asunto no dejaba de ser una cuestión de guerra y a los soldados franceses, que al fin y al cabo eran los que habían combatido a golpe de bayoneta, no pareció agradarles tanta buenas maneras a la hora de ceder la estela y otros tesoros antiguos. Según Turner, “cuando las tropas francesas supieron que íbamos a tomar posesión de las antigüedades quitaron la cubierta de la piedra y dispararon sobre ella, rompiendo además las demás cajas de madera, excelente medida de protección que habían tomado en un primer momento para asegurar y preservar de cualquier daño a todas las antigüedades. Hice varias protestas”.

El militar inglés decidió ir a por la pieza acompañado por un destacamento de artilleros, equipados con “una máquina de las llamadas carretas del diablo” (un armón de artillería con una polea para levantar cañones), “con los que fui esa mañana a la casa del general Menou y rescaté la piedra sin altercados, pero con alguna dificultad, llevándomela hasta mi casa por las estrechas calles entre el sarcasmo de un buen número de hombres y oficiales franceses. Estuve continuamente asistido en esta labor por un inteligente sargento de artillería que condujo el destacamento, cuyos componentes, los primeros soldados británicos que entraron en Alejandría, estaban muy satisfechos con todo lo sucedido”.

No está de más mencionar otra versión menos trepidante de esta captura arqueológica. Corresponde al mencionado reverendo Clarke. Según su relato, un militar y un académico francés acompañaron a los ingleses -William R. Hamilton, el propio Clarke y su alumno John Cripps- hasta el almacén en el que Menou guardaba sus pertenencias y donde la piedra estaba escondida bajo unas esteras. Los ingleses sacaron el bloque de la ciudad “precipitadamente” pero sin incidencias y se lo confiaron al coronel Turner.

De una forma u otra, lo cierto es que la estela acabó en manos de Turner. Varios expertos franceses pidieron que se les permitiera realizar una reproducción, para poder estudiarla en Francia: “Solicitaron un vaciado, que yo les proporcioné con rapidez, asegurándome de que la piedra no sufriera ningún daño. El molde fue llevado a París y la piedra quedó bien limpia de la tinta de imprenta con que la habían cubierto para hacer algunas copias a Francia cuando se descubrió”. No era cierto: la piedra llegó entintada a Londres y no fue limpiada del todo hasta 1999.

Una vez asegurado el traspaso, tocó buscar un barco para trasladar la piedra a Inglaterra. “Habiendo visto que otras esculturas egipcias eran embarcadas en el Madras, el navío de Sir Richard Bickerton, quien amablemente proporcionó toda la ayuda posible, lo hice yo a mi vez con la piedra de Rosetta en la fragata L Égyptienne (capturada a los franceses) que salió del puerto de Alejandría y llegó al de Portsmouth en febrero de 1802 -rememora Turner-. Cuando el barco volvió a Deptford se puso la piedra en un bote que la condujo hasta la casa de Aduanas. Lord Buckinghamshire, el entonces secretario de Estado, accedió a mi petición permitiendo que la escultura permaneciera algún tiempo en las dependencias de la Sociedad de Anticuarios, antes de su traslado al Museo Británico, donde confío que se guardará por tanto tiempo esta reliquia de la Antigüedad, el frágil y único descubrimiento que une al egipcio con las actuales lenguas conocidas, un trofeo de orgullo para las armas británicas (casi puedo decir spolia opima), no robado a los indefensos habitantes, sino adquirido honorablemente por los azares de la guerra”.

Donada oficialmente por el rey Jorge III, la piedra de Rosetta ha permanecido expuesta en el Museo Británico desde 1802 y lo ha abandonado sólo en dos ocasiones. En 1917, durante la I Guerra Mundial, fue puesta a salvo de los bombardeos a 15 metros bajo tierra, en un túnel del Mail Rail, el tren usado en Londres por el servicio de correos británico para transportar cartas y paquetes entre sus oficinas. La segunda vez fue en 1972, cuando llegó al Louvre, su frustrado destino original, para ser mostrada en la exposición que celebraba el 150 aniversario de la publicación de la carta en la que Champollion daba a conocer sus descubrimientos sobre la escritura jeroglífica. Ambos documentos compartieron sala, uniendo así a Champollion con el objeto que solo había podido estudiar a través de una copia.

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