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-Auguste Mariette, el excavador furtivo
27 de Noviembre de 2013
La egiptología le debe mucho a Auguste Mariette. Además de fundar el que ahora es el Museo de El Cairo, consiguió convencer a las autoridades turcas que gobernaban Egipto para que crearan la Dirección de Excavaciones, luego Servicio de Antigüedades y hoy Consejo Supremo de Antigüedades, el organismo encargado de gestionar la arqueología en el país del Nilo, hasta entonces abierto al saqueo sistemático y a la caza de tesoros. Mariette fue su primer director, un puesto que pudo alcanzar gracias, sobre todo, a la fama que le dio el descubrimiento del Serapeum de Saqqara, la inmensa necrópolis subterránea en la que en la Antigüedad eran enterrados los toros sagrados Apis. Un hallazgo que pudo realizar recurriendo a una práctica ilícita que después él mismo perseguiría: el furtivismo.
Auguste Mariette (1821-1881) solía explicar que llegó a la egiptología por culpa de un pato: "El pato egipcio es un animal peligroso: de un picotazo te inocula el veneno y ya eres egiptólogo de por vida". El ave al que se refiere es en realidad el jeroglífico que la representa, signo con el que empezó a familiarizarse cuando recibió en 1842 los papeles y apuntes de su primo Nestor L Hôte, dibujante de Champollion, con el encargo de catalogarlos tras su muerte. Hasta entonces era un maestro de escuela que se dedicaba a escribir notas históricas en la prensa de su ciudad, Boulogne-sur-mer (Departamento del Paso de Calais, Francia).
El trabajo con la documentación de L Hôte le lleva a estudiar la Gramática y el Diccionario de Champollion. Su ciudad cuenta con un museo que dispone de una sala dedicada a Egipto, por lo que empieza a practicar la lectura de los jeroglíficos sobre un sarcófago proveniente de la colección de Vivant Denon. Mariette ignora que los signos que lo decoran habían sido repintados al azar, para hacer bonito, por lo que en realidad está intentando leer un galimatías sin sentido. El futuro egiptólogo está a punto de tirar la toalla hasta que descubre que el problema no es su incapacidad para leer jeroglíficos precisamente, sino el capricho estético de un coleccionista. En realidad, a base de cabezonería, ha alcanzado un nivel más que aceptable en la lectura de la antigua escritura egipcia.
El todavía maestro, casado y con un hijo recién nacido (tendrá nueve), decide probar suerte y ofrecer sus servicios como egiptólogo al Ministerio de Instrucción Pública en 1846. Es rechazado. También escribe con insistencia a los sucesores de Champollion en la cátedra de Egiptología del Colegio de Francia hasta que logra que le consigan un puesto en el Louvre. Mariette es contratado en 1849 como auxiliar de conservación de antigüedades egipcias. Suena muy bien, pero su trabajo consiste en escribir las etiquetas que identifican las piezas por 166,6 francos al mes, menos que su sueldo de maestro y viviendo además en París. Mariette tiene tres hijos pequeños y una mujer, Eléonore, no muy contenta con la situación.
Etiquetar esfinges y estatuillas está muy bien, pero Mariette quiere viajar a Egipto. Su oportunidad llega en 1850, cuando le encargan su primera misión: visitar los monasterios coptos del país para comprar manuscritos antiguos. Mariette llega a Egipto el 2 de octubre de 1850 y se encuentra con que en realidad no tiene nada que hacer: un incidente con unos ingleses que han emborrachado a unos monjes para poder robar a su antojo gran cantidad de documentos en Uadi Natrum ha hecho montar en cólera al patriarca copto, que ha ordenado impedir el acceso de cualquier europeo a las bibliotecas de los conventos. El estudioso francés se encuentra desocupado en El Cairo y con su presupuesto casi intacto en el bolsillo. Sin consultar con nadie ni pedir permiso alguno, decide convertirse en arqueólogo y excavar por su cuenta.
Un mundo “al alcance de la mano”
Mariette recuerda su reconversión en tonos casi místicos: “La calma era extraordinaria. Ante mí, se extendía la ciudad. Una niebla densa y pesada parecía haber caído ante ella, anegando todas las casas hasta por encima de los tejados. Emergían de este mar profundo 300 minaretes, como mástiles de una flota sumergida. Muy lejos, hacia el Sur, se divisaban los bosques de datileras que hundían sus raíces en los muros desplomados de Menfis. Al oeste, cubiertas por el polvo de oro y fuego del sol poniente, se erguían las pirámides. (…) Ante mis ojos se hallaban Giza, Abusir, Saqqara, Dahsur, Mit-Rahineh. El sueño de toda mi vida estaba tomando cuerpo. Allí, al alcance de la mano, tenía todo un mundo de tumbas, de estelas, de inscripciones, de estatuas. ¿Qué más se puede decir? Al día siguiente, ya había alquilado dos o tres mulas para el equipaje y dos asnos para mi propio transporte; había comprado una tienda de campaña, algunas cajas de víveres, toda la impedimenta necesaria para un viaje por el desierto. Y el 20 de octubre de 1850, de día, había acampado al pie de la pirámide mayor”.
Pero la Gran Pirámide no será su objetivo. Durante sus paseos por Alejandría y El Cairo ha visto en los jardines de una quincena de casas de europeos unas bonitas esfinges, todas iguales, que evidentemente han sido adquiridas en un mismo yacimiento. Estas esculturas le rtran e a la memoria un pasaje del libro XVII de la Geografía de Estrabón en el que el geógrafo griego se refiere al Serapeum: "Hay además en Menfis un templo de Serapis en un lugar tan arenoso que los vientos acumulan montones de arena, en el que vimos esfinges enterradas, unas a medias, otras hasta la cabeza, de donde se puede deducir que el camino que lleva al templo no estaría exento de peligro si nos viéramos sorprendidos por un vendaval". Mariette recuerda de nuevo este texto cuando, el 27 de octubre de 1850, observa una esfinge como las que ha visto decorando varios jardines, semienterrada en Saqqara, la necrópolis principal de Menfis. "En efecto, no había posibilidad de duda. ¡Aquella esfinge enterrada en la arena, compañera de otras quince que había encontrado en Alejandría y en El Cairo, era, evidentemente, una parte de la avenida que conducía al Serapeum de Menfis! En ese momento me olvidé de mi misión, me olvidé del patriarca, de los conventos, de los manuscritos coptos y sirios, y así fue como, el 1 de noviembre de 1850, en uno de los más bellos amaneceres que haya visto nunca en Egipto, unos treinta obreros se hallaban reunidos bajo mis órdenes, cerca de aquella esfinge que iba a provocar un cambio tan completo en las condiciones de mi estancia en Menfis".
El ya excavador no se olvida solo del patriarca y de los conventos, también se olvida de pedir permiso para trabajar a sus jefes y a las autoridades locales. En el libro Los monumentos de Alto Egipto cuenta que, "sin tener en cuenta ningún riesgo, sin decir una palabra a nadie, casi furtivamente, formé un grupo de trabajadores y empezamos a excavar". En 1850 las labores arqueológicas en Egipto no están regularizadas. Los cónsules de los países europeos, cuyo objetivo es enriquecer las colecciones de sus respectivos museos nacionales, se dedican a negociar los permisos de excavación, cuya concesión depende de la voluntad del valí o virrey turco. Las relaciones del mismo en cada momento con las potencias europeas determinan las concesiones, que a menudo dependen también de las simpatías personales del valí. Los gobernadores locales también autorizan o prohíben los trabajos a su antojo o se dedican ellos mismos al pillaje. Mariette es un advenedizo en este mundillo enmarañado de favores, cambalaches y pasilleos, y se dará cuenta de ello cuando el Gobierno egipcio cierre su excavación.
Excavación nocturna
En febrero de 1851, cuando Mariette ya ha despejado la avenida de esfinges, el presupuesto destinado a la compra de manuscritos se ha agotado y él no ha dicho una palabra a sus supervisores de lo que está haciendo realmente. Decide anunciar a lo grande que ha descubierto el Serapeum, el gran templo funerario de los toros sagrados, y pedir más dinero. En Francia, el entusiasmo sucede al desconcierto inicial y el asunto llega al Parlamento, que aprueba el 26 de agosto un presupuesto de 30.000 francos para continuar los trabajos. Pero en Egipto la sorpresa no gusta a las autoridades turcas, que prohíben trabajar a Mariette y le ordenan que entregue las antigüedades obtenidas. A él le da igual y sigue excavando de noche y escondiendo los hallazgos. No obtendrá un permiso oficial, gracias a las labores diplomáticas del cónsul francés, hasta el 12 de febrero de 1852. Para entonces el gran hallazgo ya se ha producido: Mariette había penetrado en los subterráneos del Serapeum la noche del 12 de noviembre de 1851.
El acceso al enorme hipogeo del Serapeum estaba a unos 12 metros por debajo de la superficie. Para llegar hasta él, Mariette ha abierto grandes e inestables trincheras. En El Serapeum de Menfis, escribe: "La extremada dureza de la arena amontonada a lo largo de los siglos permitió por sí sola abrir algunas trincheras de paredes casi verticales. Sin embargo, no siempre fue fácil llevar a cabo las operaciones y la arena, al desprenderse a veces en grandes terrones y precipitarse al fondo de los hoyos, ocasionó algunos accidentes. Se podrá tener una idea de la irresistible lentitud que la inexperiencia de los obreros, la carencia de herramientas y la naturaleza de la arena oponían a nuestro trabajo si decimos que no avanzábamos más de un metro por semana en esta parte de la trinchera abierta en la avenida de las esfinges".
Cuando accede a los subterráneos, Mariette descubre un monumento insólito. "El Serapeum, propiamente dicho, ya no existe", escribe en Los monumentos del Alto Egipto. "No hay nada para ver en el lugar en el que se levantaba, salvo una llanura de arena salpicada con fragmentos de piedras repartidas en indescifrable confusión". Pero los subterráneos son otra cosa. Mariette describe así el conjunto en El Serapeum de Menfis: “Esta tumba excavada enteramente en la roca viva está formada por varias galerías que se cruzan. En su mayor parte, presentan a derecha e izquierda cámaras laterales en las que se hallaban depositadas las momias de las divinidades. (…) . La tumba de Apis es realmente un edificio subterráneo y, cuando el 12 de noviembre de 1851 entré en él por primera vez, confieso que me embargó tal asombro que, en cinco años, todavía no se me ha borrado por completo".
Sin embargo, la primera impresión es negativa. Mariette se percata de que el complejo ha sido saqueado, probablemente "por los mismos árabes que forzaron las pirámides y violaron las tumbas”. Cuando entró por primera vez en los subterráneos, “observé tal desorden que a primera vista pensé que no iba a encontrar nada". Sin embargo, a pesar del caos, pudo recuperar miles de artefactos y obras de arte, como el famoso Escriba sentado, que todavía se exhibe en el Louvre, y, lo más importante desde el punto de vista histórico, las estelas funerarias de los toros, que detallaban cuándo habían vivido y bajo el reinado de qué faraón habían sido sepultados, lo que proporcionaba una información inestimable. Además, encontró uno de los enterramientos intacto. "Por una casualidad que no acierto a explicarme, una de las cámaras de la tumba de Apis, tapiada en el año 30 de Ramsés II, se había librado de los expoliadores del monumento y tuve la dicha de recuperarla intacta. Tres mil setecientos años no habían cambiado su primitiva fisonomía. Todavía estaban marcados en el mortero los dedos del egipcio que había colocado la última piedra del muro que sellaba la puerta. Unos pies descalzos habían dejado su huella en la capa de arena que se hallaba en un rincón de la cámara mortuoria. No faltaba nada en este último refugio de la muerte donde descansaba, desde hacía casi cuarenta siglos, un toro embalsamado".
Los toros sagrados
Durante siglos, en este lugar habían sido enterrados como divinidades encarnadas los toros Apis, a los que se rendía un culto al que se refiere Estrabón: "Hay en Menfis varios templos uno de ellos consagrado a Apis, es decir a Osiris. En él, dentro de un recinto individual, crían al toro Apis, al que consideran una divinidad. El toro Apis solo tiene blanca la frente y alguna que otra manchita. El resto es completamente negro. A la muerte del titular, son estas señales las que sirven de guía para elegir a su sucesor. Precede a su recinto un patio que contiene otro cercado en el que alojan a su madre. A determinada hora del día, sueltan a Apis en este patio, sobre todo para mostrárselo a los extranjeros porque, aunque lo pueden ver por una ventana dentro de su cercado, tienen mucho empeño en verlo también fuera, en libertad; pero después de dejarlo retozar y brincar un rato por el patio, lo vuelven a meter en su alojamiento".
Cuando un Apis moría (o era ahogado cuando cumplía 25 años) se le enterraba con todos los honores en la necrópolis subterránea. Mariette dedujo que el complejo había sido construido en tres etapas. "La primera y más antigua se remonta a la Dinastía XVIII y el reinado de Amenofis III” (más o menos 1391-1353 aC). “En esta parte las tumbas de los toros están separadas. Cada Apis difunto tiene su propia cámara sepulcral tallada aquí y allá, como si fuera al azar". La segunda fase del conjunto “comprende las tumbas de Apis de la época de Sheshonq I (entre el 945 y el 924 aC) hasta Taharqo (690-664 aC), el último rey de la Dinastía XXV. En esta parte se adoptó un nuevo sistema. En vez de tumbas separadas, se excavó una larga galería a cuyos lados se abrieron capillas mortuorias para cada Apis”. La tercera fase comenzó a partir del reinado de Psamético I (664-610 aC), de la Dinastía XXVI. Se trata de la Gran Galería, "que de un extremo a otro mide 195 metros" y en la que Mariette encontró 24 sepulcros monumentales. "Todos ellos son de granito bruñido y brillante, tienen de 3,5 a 4 metros de alto, 2,3 de ancho medio y el más pequeño de todos no pesa menos de 65.000 kilos". Como trabajaba solo, ayudado por una cuadrilla de obreros pero sin equipo de asistentes técnicos, completar la excavación le llevó cuatro años.
Gracias a este descubrimiento, que se preocupó de divulgar bien, Mariette pasó de ser un desconocido a convertirse en un egiptólogo de talla internacional, admirado, envidiado y odiado a partes iguales. En Francia, que desde 1852 vivía su Segundo Imperio, fue recibido con todos los honores, se le nombró conservador adjunto honorario del Louvre -museo al que había remitido casi todos sus hallazgos- y gozó de la protección de Napoleón III, para el que actuó como intermediario ante el nuevo valí, Mehmet Said Pachá. Reunir una colección de regalo para el emperador fue la misión que lo devolvió a Egipto. Los ingenieros franceses estaban abriendo el Canal de Suez y Mehmet Said quiso agasajar al emperador. Gracias a la mediación de Ferdinand de Lesseps, Mariette será el encargado de reunir las antigüedades, viajando y excavando por todo el país a su antojo.
Más sensible hacia el patrimonio de Egipto que sus antecesores, Mehmet Said decidió, convencido por Mariette, crear una Dirección de Excavaciones, luego Servicio de Antigüedades, y un Museo Egipcio, el museo de Bulak, a las orillas del Nilo, origen del actual Museo del Cairo. Mariette será el primer director del Servicio de Antigüedades, que estará en manos siempre de un francés y no tendrá un director egipcio hasta 1853. Mariette, convertido en funcionario turco, se dedicará a extremar el control de las excavaciones, conceder los permisos casi exclusivamente a los egiptólogos franceses y a perseguir a los excavadores furtivos. Irónicamente, lo que él mismo había sido.
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